Economía: la predicción imposible

Nos adentramos en el futuro dando palos de ciego. Ciertamente esto no es del todo cierto, valga el juego de palabras certeras, pues algunas imágenes mentales nos guían: se basan en nuestras experiencias pasadas y en la intensidad emocional de las mismas, es decir, en las experiencias subjetivas, vividas, ponderadas por la potencial relevancia para nuestra supervivencia y bienestar que tuvieron. Los antiguos Egipcios ponían contenciones para los desbordamientos del Nilo donde este había llegado en su mayor crecida, pues no imaginaban que pudiera llegar a darse una crecida aún mayor. Igualmente las predicciones económicas de los modernos hombres de finanzas y negocios se basan en el pasado, bien haciendo una proyección directa de los datos económicos relevantes que aporta el mismo, presupuestando, por ejemplo, en función de los números del período anterior y en una valoración más bien somera de los potenciales riesgos y amenazas del entorno institucional, social etc.. o bien elaborando un complejo modelo matemático (en el fondo simple, pero difícil de entender para quien no esté entrenado –en matemáticas) que predice el futuro dando por invariables demasiadas cosas.

En la medida en que hay leyes invariables y puedan ser deducidas de esos modelos la cosa marcha bien. Por ejemplo se puede suponer que, en condiciones de cierta estabilidad monetaria y económica, los incrementos de demanda implican una elevación de los precios. Pero para ir a la ley fundamental toca profundizar: la escasez de un recurso lo hace más valioso. Y, ojo, hablo de recurso: algo a lo que se “recurre”.

Son las leyes invariables las que ha de tener en mente aquel que se enfrente a un sistema complejo, y la economía humana lo es (igual que el clima, pero ese tema ya lo tocan otros mejor que yo por aquí). Por ello los modelos que tratan de predecir el complejo estado de cosas futuro a partir de datos extraídos del complejo estado de cosas presente, seleccionados, eso sí, con mucho tino, se ven sorprendidos una y otra vez por “cisnes negros” (es decir, fenómenos y situaciones para los que no había nada predicho). Nicholas Nassin Taleb, un financiero perspicaz y averso a los riesgos derivados de nuestra falsa seguridad en el conocimiento y control de los acontecimientos futuros,  fue quien introdujo la idea de cisne negro. Eligió esa figura porque hasta que se colonizó Australia y se encontró un ave negra con aspecto de cisne (luego no resultó no serlo, pero eso no afecta a la moraleja de la historia) se había considerado que todos los cisnes eran blancos, y no podían tener otra coloración. Así que cuidado al decir que alguien es más raro que un perro verde. De momento.

El matemático francés Laplace fue quién desafió con mayor arrogancia al Universo, al sugerir que conociendo el estado presente de todas las cosas se podía predecir el futuro de forma exacta. Esta presunción, debemos decir en su descargo, se basaba en el insuficiente conocimiento de las leyes físicas que por entonces, cuando Laplace se pronunció, se tenía. La mecánica Newtoniana movía el universo con un reloj de fondo marcando los segundos de un tiempo absoluto. Luego llegaron la mecánica cuántica, con su incertidumbre fundamental, propuesta por Heisenberg, y la relatividad (que no relativismo) propuesta por Einstein (que en una de sus ensoñaciones imaginaba relojes que daban distintas horas según las velocidades a las que se fuera). Después de la revolución de la física los matemáticos se adentraron en la complejidad, y terminaron por descubrir que esa incertidumbre postulada para las partículas microscópicas era una propiedad universal de los sistemas complejos. Ligerísimas variaciones en el punto de partida podían llevar a puntos finales por completo diferentes. Esto ocurre con los sistemas complejos, por supuesto, pero esa deducción la hicieron a partir de alguno relativamente simple, como el péndulo. Y luego se popularizó la idea del “efecto mariposa”, que como todo lector leído (valga la redundancia) sabrá, sugiere que el aleteo de una mariposa en el jardín de tu casa puede marcar la diferencia entre que se produzca un ciclón o no en China. Por supuesto esta es una simplificación enorme, pero correctamente entendida nos revela un principio de la naturaleza: en los sistemas complejos no se puede predecir con exactitud nada, y se debe recurrir, como sucede en la física cuántica, a la estadística. Partiendo de un determinado estado de cosas, llamémosle Laplaciano, en honor al por otro lado genial matemático francés –algo que es imposible de medir, sólo cabe en la imaginación de un matemático- en el que todo está parado por un instante, podemos calcular un amplio conjunto de resultados posibles (tanto más amplio cuanto más complejo sea el sistema estudiado). Dentro de ese conjunto, que se estudia estadísticamente, queda un poso de incertidumbre fundamental, que al no poder entrar en nuestros cálculos ha de entrar al menos en nuestras previsiones (no deben confundirse cálculos con previsiones, aquí hablamos de asegurarse contra posibles contingencias imposibles de prever, de cisnes negros, que son “previstas” como “imprevistos”).  Lo que nos queda es un horizonte de posibilidades, que está, eso sí, limitado de forma clara por las leyes naturales conocidas. Por supuesto siempre puede aparecer un perro verde, y con menor probabilidad, pero quién sabe, una masa que vaya contra la gravedad, pero podemos prescindir de ellos en nuestros cálculos y previsiones.

En economía es el hombre, como muy bien supieron ver los economistas de la Escuela Austriaca, la medida de todas las cosas (aquí tomo la frase de un conocido sofista griego y la utilizo a mi antojo). La naturaleza humana, con su variabilidad inherente pero acotada, es la ley sobre la que debe elaborarse toda ley económica, así como toda ley propiamente dicha que apruebe un parlamento o un dictador y no un conjunto de sabios en sus cátedras o un sabio incomprendido desde su buhardilla.

Ludwig Von Mises partió en su Tratado de Economía de la acción humana. Pero destaco en particular cómo se refería al motor de la acción del ser humano: éste quiere pasar de un estado menos satisfactorio a otro más satisfactorio. A la luz de la evolución, de acuerdo con Theodosius Dobzhansky, se trata de sobrevivirse a cada instante, de la necesidad que acompaña al azar (el azar y la necesidad, Jacques Monod), de la supervivencia en términos darwinianos.

No podemos predecir qué es lo que hará un hombre para reconciliarse con su pareja, pero sí que tiene un imperativo biológico que le mueve a ello, en caso de que no tenga otras opciones más atractivas disponibles y/o no desee vivir sólo. Es decir, el hombre quiere pasar de un estado menos satisfactorio: estar sin su pareja, o en una mala armonía con ella, a otro más satisfactorio, estar con ella o en buena armonía con ella.  Lo que es satisfactorio y lo que no lo es para un ser humano son cosas que, en gran medida, y valga la redundancia, puede medirse. A pesar de las diferencias que nos separan a unos de otros, la biología y la psicología evolutivas están comprobando que son muchos más los parecidos que existen entre las personas. Todos queremos comer, tener un habitáculo aclimatado dentro de un rango de temperaturas y con un espacio que nos permita estirarnos, etc etc. En fin, la pirámide de Maslow. Pero también queremos ser queridos, reconocidos, importantes incluso. Todos estos motores del comportamiento humano están siendo explicados por la psicología social y la evolucionista de forma cada vez más clara. Nuestra “felicidad”, es decir, nuestro estado emocional, que es el termómetro de nuestra adaptación biológica al complejo entorno social humano, está en juego. Sobre ella han estudiado personajes geniales como el psicólogo y Premio Nobel ¡de Economía! Daniel Kahneman, el psicólogo evolucionista Daniel Nettle (entrevistado aquí en DEE) o los psicólogos Daniel Gilbert y Timothy Wilson. Estos últimos, además, han hecho estudios prospectivos sobre la felicidad de ganadores de lotería o personas víctimas de graves accidentes que les dejaban en sillas de ruedas. Gilbert, en su libro Tropezar con la Felicidad, habla además en detalle sobre nuestro lóbulo frontal y su limitada capacidad para hacer predicciones plausibles sobre lo felices que vamos a ser.

El caso es que se puede hablar al menos de dos felicidades. La primera de ellas es el estado presente, que estaría vinculado a un equilibrio fisiológico-neurológico de bienestar mediado por el sistema del placer del cerebro. Esa felicidad puede ser la ebriedad que precede a la resaca. Existe otra, de más largo alcance pero menor intensidad, que se refiere a la satisfacción con la propia vida. De alguna forma esto me lleva de vuelta a Nicholas Nassin Taleb, que en su obra Confundidos por el Azar se remonta a la antigua Grecia y a la sabiduría del sabio legislador ateniense Solón. El azar y la felicidad se abrazan en la anécdota que cuenta sobre el ateniense. Éste visitó al Rey Lidio Creso, conocido por sus inmensas riquezas y que parece que es el famoso Rey Midas de la Biblia. Creso se enorgulleció frente al austero Solón de sus riquezas: harenes, caballos, guerreros, metales y piedras preciosas, palacios….etc. Se dirigía a Solón y decía: “¿Crees que puede haber hombre más feliz en el mundo que yo?” Solón terminó con una sentencia, citada por Herodoto. No la recuerdo con exactitud, pero venía a ser algo así como “un hombre no puede decir que ha sido feliz hasta que le llega el momento de su muerte”. En esta sentencia se encierran felicidad y azar. El futuro es impredecible: quién hoy se baña en oro mañana puede mendigar en una esquina. El azar puede darnos una “bofetada invisible” que puede incluso contradecir aparentemente a la suave “mano invisible” del mercado de Adam Smith. A fin de cuentas Smith no pensaba en casos únicos, sino en grandes números, cosa que estudia la estadística y que tiene en cuenta el azar y la variabilidad, y era además un gran conocedor de la naturaleza humana, como demuestra en su obra sobre los Sentimientos Morales. Creso acabó conquistado por Ciro de Persia y quemado vivo, lamentándose de no haber comprendido a tiempo a Solón.

Uno cree que puede predecir el futuro y de pronto le cae una bofetada.

El hecho es que en economía no se puede predecir cómo serán los coches del futuro, ni si las naranjas se consumirán más o menos en Tailandia. Pero sí se puede predecir, basándose en leyes de la naturaleza humana, en principios básicos. Sabiendo cosas cómo que por norma general nos gusta ser propietarios de nuestros bienes, llegando incluso al coleccionismo por el coleccionismo, o que a los hombres les gusta más competir que a las mujeres (por norma general, no se me ataque por machista) se puede predecir con más fiabilidad el impacto de una ley que conociendo la cotización en bolsa de una empresa de refrescos o la última medida adoptada por el gobierno japonés para elevar los precios. Sabiendo simplemente algo tan elemental como que quien gasta más de lo que ingresa a costa de inciertos ingresos futuros se la está jugando, que está jugando con el azar, nos ahorraríamos muchas calamidades.

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No hay aprendizaje sin error, ni tampoco acierto sin duda. En éste, nuestro mundo, hemos dado por sentadas demasiadas cosas. Y así nos va. Las ideologías y los eslóganes fáciles, los prejuicios y jucios sumarios, los procesos kafkianos al presunto disidente de las fes de moda, los ostracismos a quién sostenga un “pero” de duda razonable a cualquier aseveración generalmente aprobada (que no indudablemente probada), convierten el mundo en el que vivimos en un santuario para la pereza cognitiva y en un infierno para todos, pero especialmente para los que tratan de comprender cabalmente que es lo que realmente está sucediendo -nos está sucediendo.

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3 comentarios

  1. Hola Bunck,

    No es la misma especie con pigmentación distinta, son dos especies distintas. Por lo demás la clasificación filogenética la desconozco. Seguramente tengas razón. Quizás sean como bonobos y chimpancés.

    Drizzt, tu resumen, muy arriesgado, si que se merece un «cero».

    😉

  2. «No resulto no serlo…» no se si es un fallo de redacción, peroel cisne negro es un cisne auténtico del género cygnus

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