Los problemas de criticar al jefe

Las relaciones laborales, como toda relación interpersonal, presentan infinidad de aristas y cuestiones en las que el Derecho no siempre tiene respuestas fáciles y rápidas.

 

Habría que partir de la base de que el Ordenamiento Jurídico y la costosa y jurásica maquinaria destinada a hacerlo cumplir, se establecieron originalmente como una “ultima ratio”, un último recurso destinado a esos momentos en que las partes ya no pueden arreglarse echando mano de su mutua buena fe y su capacidad de vivir en sociedad, y precisan un árbitro imparcial. Obviamente, a día de hoy hemos sobrepasado ese bienintencionado objetivo y el legislador pretende regular hasta el último aspecto de la vida laboral, para evitar que los ciudadanos tengan que dedicarle un mínimo esfuerzo a convivir. Pero el problema es que aún pretendiéndolo, es una tarea imposible, que deja importantes lagunas en cada uno de los temas que trata de reglar.

 

Volviendo al asunto que nos ocupa, es innegable que para una empresa del tamaño y sector que sea, su buena reputación, la imagen que ofrece ante clientes, proveedores y financiadores, es de vital importancia. Por ello las críticas suelen ser mal recibidas, y mucho más si proceden de dentro. Sucede en muchas ocasiones que un trabajador, amparado por su derecho a la libertad de expresión y en la mayoría de los casos con una total buena fe, puede verter opiniones sobre su empresa, sus integrantes, su modo de trabajo, el sector, o incluso sobre temas que podrían parecerle ajenos, pero que desde el punto de vista del empleador le afectan de una u otra forma. Y todo ello, tanto en circuitos internos como en medios externos. Esto provoca situaciones bastante delicadas en las que la razón jurídica (la moral es cosa de cada uno) no puede ser fácilmente dilucidada, y donde además, las cuestiones prácticas de aplicación de las normas pueden ser tan importantes o más que el Derecho sustantivo en si.

 

Como siempre, lo que la Ley no deja lo suficientemente claro, debe ser complementado por la jurisprudencia, tanto la judicial como la constitucional. Para no convertir lo que no pretende ser más que un sencillo artículo, en un enorme y plúmbeo tratado jurídico, me voy a centrar en esta última, principalmente.

 

Alguna breve cuestión sobre libertad de expresión y otros bienes jurídicos enfrentados:

Aquí entramos en el meollo de la cuestión. La auténtica dificultad del Derecho no está en dilucidar quién tiene la razón en un asunto concreto, sino como ocurre con mayor frecuencia, qué sucede cuando lo que se enfrenta es el ejercicio de dos derechos válidos y legítimos. Y esto es especialmente claro con la libertad de expresión y de opinión, por un lado, y otros igualmente dignos de protección, como por ejemplo los del artículo 18.1 de la Constitución.

 

En el momento de consolidación de la jurisprudencia constitucional, estaba aún muy reciente la transición, y fue imposible mantener “puras” las consideraciones jurídicas, sin que otros aspectos más políticos o sociales (o incluso el miedo a ser tenidos por simpatizantes de sistemas previos) fueran tenidos en consideración. En cualquier caso, el Tribunal Constitucional dejó asentados unos criterios más o menos claros para determinar qué derecho debía primar en cada caso concreto.

 

De esta forma, por ejemplo en la Sentencia de 25 de noviembre del 97, se resume el criterio asentado en anteriores fallos, en el sentido de que a priori no se puede considerar absoluto un derecho u otro, si bien:

 

 […] ha de considerarse que las libertades del artículo 20 de la Constitución no sólo son derechos fundamentales de cada ciudadano, sino también condición de existencia de la opinión pública libre, indisolublemente unida al pluralismo político, que es su valor fundamental y requisito de funcionamiento del Estado democrático, que, por lo mismo, trascienden el significado común y propio de los demás derechos fundamentales.En consecuencia, cuando del ejercicio de los derechos a la libertad de expresión e información reconocidos en el artículo 20,1 de la Constitución resulten afectados otros derechos, el órgano jurisdiccional está obligado a realizar un juicio ponderativo de las circunstancias concurrentes en el caso concreto, con el fin de determinar si la conducta del agente está justificada por hallarse dentro del ámbito de las libertades de expresión e información, de suerte que si tal ponderación falta o resulta manifiestamente carente de fundamento, se ha de entender vulnerado el citado precepto constitucional (Sentencias del Tribunal Constitucional número 104/1986; 107/1988 y 51/1989, entre otras).

 

A pesar de ello, la preponderancia de la libertad de expresión sólo se apreciaría cuando el tema a tratar fuera de interés general, tanto por la materia como por las personas interesadas o citadas. Sólo entonces se entendería que se contribuye a la formación de la opinión pública (en ese sentido se decantan, por ejemplo, las Sentencias del mismo Tribunal 107/1988, 51/1989, 172/1990 y 3/1997).

 

Así que continuamos: ¿Y cómo sabemos que el tema es de interés general? El mismo Tribunal Constitucional establece lo más cercano a un criterio que le es posible, que ya es algo. Básicamente diferencia entre la emisión de opiniones y la exposición de datos objetivos. Respecto de estos últimos, hay que estar a la tradicional “exceptio veritatis”, es decir, que si se pretende dar mera información, esta debe ser veraz y contrastable. En cambio, eso es imposible para las opiniones y juicios de valor. Ahí  la libertad de expresión vendría delimitada por la ausencia de expresiones indudablemente injuriosas y que resulten innecesarias para la exposición de las mismas y que no contravengan otros valores constitucionales o derechos fundamentales, tales como la igualdad o la dignidad (Sentencia número 14/1991, de 28 de enero). En palabras del mismo tribunal:

 

 En concreto, por lo que se refiere a los límites de la crítica, como manifestación de la libertad de expresión y opinión, es doctrina reiterada la de que el ejercicio de la libertad de expresión -también el del derecho a la información- no puede justificar sin más el empleo de expresiones o apelativos insultantes, injuriosos o vejatorios que exceden del derecho de crítica y son claramente atentatorias para la honorabilidad de aquel cuyo comportamiento o manifestaciones se critican, incluso si se trata de persona con relevancia pública, pues la Constitución no reconoce el derecho al insulto (entre otras, las Sentencias 105/1990, 85/1992, 336/1993, 42/1995, 76/1995, 78/1995 y 176/1995).

 

Lo que en una lectura rápida puede parecer un criterio que deja zanjado, asentado y pacífico el tema, no deja de ser, en realidad, un nuevo foco de conflictos. Pero vamos a dejarlo ahí por el momento.

 

 Concretando para las relaciones laborales:

 

En ese aspecto, el Tribunal Constitucional ha dejado claro que el hecho de firmar un contrato laboral no significa que la persona renuncie a sus derechos fundamentales recogidos en la Carta Magna. (Sentencia número 88/1985, de 19 de julio), y entre ellos el de libertad de expresión del artículo 20.

 

Sin embargo la propia jurisprudencia constitucional, así como la del Orden Social, reconocen que la existencia de una relación contractual libremente acordada, como generadora de un complejo entramado de derechos y obligaciones recíprocas, sí que puede imponer ciertos límites a la libertad de expresión, aunque sólo sea por el principio general según el cual todo derecho ha de ejercitarse conforme a las exigencias de la buena fe (por ejemplo, en Sentencias del Tribunal Constitucional 120/1985; 6/1988; 126/1990; y 4/1996). En palabras del mismo Tribunal:

 

En este sentido, es necesario preservar el equilibrio entre las obligaciones dimanantes del contrato para el trabajador y el ámbito de su libertad constitucional, pues, dada la posición preeminente de los derechos fundamentales, la modulación derivada del contrato de trabajo sólo se producirá en la medida estrictamente imprescindible para el logro del legítimo interés empresarial (Sentencia número 99/1994, de 11 de abril).

 

Es decir, que realmente, a los efectos que nos ocupan, estamos como estábamos al principio. ¿Qué entendemos por infracción de la buena fe contractual? ¿Cuándo sabemos si nos encontramos ante un abuso de derecho, ante un legítimo interés empresarial, y cuando la modulación de un derecho fundamental es excesiva? ¿Y cuál es el legítimo interés empresarial?

 

Acudiendo a la Ley, establece el artículo 54 del estatuto de los trabajadores, como causas de despido disciplinario, las siguientes:

 

c) Las ofensas verbales o físicas al empresario o a las personas que trabajan en la empresa o a los familiares que convivan con ellos.

d)  La trasgresión de la buena fe contractual, así como el abuso de confianza en el desempeño del trabajo.

 

Bueno, lo primero ya lo sabíamos. Era uno de los criterios para entender sobrepasado el derecho a la libertad de expresión. Aunque lo que parece tan claro, en realidad no lo es. Hay que determinar la existencia de “animus injuriandi”, valorar las circunstancias concretas, las palabras exactas en función de la realidad social del momento, la gravedad y consecuencias del insulto o incluso de la agresión…

Y respecto del segundo punto citado, no nos aclara nada. De hecho, el Tribunal Constitucional parece haberse limitado a transcribir el artículo. Lo único que aclara en otras Sentencias (como la número 227/2006, de 17 de julio) es que el derecho de libertad de expresión, en principio, no puede verse limitado por un control o censura previos del empleador, a unos canales oficiales o a unas materias concretas, sino que tendrá que ser estudiado caso por caso. Con lo cual, seguimos como estábamos.

 

Llegados a este punto, conviene sentarse a recapitular un instante. Tenemos que un trabajador puede ver limitado su derecho a la libertad de expresión (dejamos aparte las situaciones y expresiones injuriosas) basándose en el principio de buena fe contractual y en la medida estrictamente imprescindible para el logro del legítimo interés empresarial. Por otra parte no puede ver su opinión constreñida a una censura previa, ni en el mensaje ni en el medio. ¿Cómo podemos casar ambas cosas?

 

Para empezar, está claro que dentro de lo que una empresa podría limitar, serían las informaciones consideradas legítimamente como secreto por la misma. Aquí, además de las limitaciones legalmente establecidas por la Ley Orgánica de Protección de Datos de Carácter Personal, estaríamos hablando del know how de la empresa, de sus patentes y demás información que legítimamente debiera mantener en secreto. Estas informaciones dependerían, por supuesto, del puesto que ocupase el trabajador, y de su obligación como tal de mantener el secreto.

 

Obviamente, la situación ideal sería aquella en la que en el mismo contrato, se estableciesen los temas que la empresa desea mantener en secreto, de modo que el trabajador se compromete contractualmente a mantenerlo. De hecho, respecto de los datos personales de terceros al alcance del trabajador, esta cláusula es de obligada inclusión según la citada Ley de Protección de Datos. Pero es una situación que no se suele dar, y por supuesto, aún estableciéndose contractualmente límites a la libertad de expresión, no todos tienen por qué ser válidos. Las cláusulas abusivas son nulas, teniéndose éstas por no puestas, aún salvando en lo posible la validez del resto del contrato. De modo que regresamos al espinoso y oscuro mundo de la buena fe contractual, y a quedar en manos de lo que el Juzgador determine en cada caso.

 

Respecto del resto de temas y opiniones, es más dudoso que se pueda legítimamente limitar el derecho a la libertad de expresión del trabajador, aunque de nuevo habría que estudiar caso por caso, en función de la influencia que el dato u opinión tenga en el legítimo interés empresarial. En este aspecto, además del tema y su tratamiento, y relacionado con el puesto que ocupe el trabajador, es de especial importancia el tipo de contrato con el que esté vinculado a la empresa. Así, no es lo mismo un contrato laboral de los regulados en el Estatuto de los Trabajadores que un empleado contratado según lo dispuesto en el Real Decreto 1382/1985, de 1 de agosto, por el que se regula la relación laboral de carácter especial del personal de alta dirección.

 

Este tipo de contratos confiere a las partes una gran libertad a la hora de negociar la relación jurídica, y no sólo permitiría una mayor elasticidad a la hora de incluir contractualmente limitaciones a la libertad de expresión del trabajador, sino que al estar éste en un puesto de especial confianza, su actuación requiere también una mayor diligencia y una mayor escrupulosidad a la hora de determinar la existencia o no de buena fe o abuso de la misma.

 

Descendiendo al aspecto práctico:

 

Parece claro que al no ser una empresa una persona física, su derecho al honor y la dignidad no tienen la misma consideración jurídica que el derecho a la libertad de expresión. Aún así, sí que goza de cierta protección, no como tal derecho al honor, sino por las legítimas expectativas derivadas del cumplimiento de buena fe de una relación contractual. Es por ello que cuando se da el caso de colisión entre el derecho a la libertad de expresión del trabajador y los intereses de la empresa para la que trabaja, es imposible a priori determinar quién tiene las de ganar. Ante nosotros tenemos un procedimiento judicial en el que se tendrán que estudiar todas las circunstancias que rodean la cuestión, y que a efectos prácticos, puede redundar en un perjuicio para ambas partes.

 

Para la empresa, si lo que pretende es evitar una mala imagen o una mala publicidad, un procedimiento torpemente llevado (y aquí no me refiero al aspecto jurídico, sino al mediático) puede resultar más perjudicial que el comportamiento original que se pretende sancionar o limitar.

 

Pero quizás, quien se lleve la peor parte, dadas las circunstancias actuales del mercado de trabajo, sea el trabajador. Porque a fin de cuentas, si se enfrenta a un despido disciplinario basado en el apartado d) del artículo 54 del estatuto de los Trabajadores, aún ganando el juicio, la empresa siempre podrá elegir entre reincorporarlo a su puesto de trabajo o, más usualmente, abonarle la indemnización legal por despido improcedente. En cualquier caso, habrá perdido su empleo.

 

La cosa es aún más grave en caso de personal de alta dirección, donde la libertad de extinción de la relación es más amplia para el contratante, y mucho menor la cantidad establecida como indemnización (a falta de pacto expreso en el contrato, siete días del salario en metálico por año de servicio con el límite de seis mensualidades).

 

En resumen, no se puede esperar del Ordenamiento Jurídico más de lo que puede dar; no puede poner paz en todas las situaciones que se produzcan no ya en todos los aspectos de las relaciones humanas, sino ni siquiera en todas los problemas en el seno de una empresa. De modo que como siempre que se produce un conflicto, está en cada persona decidir qué es lo que más conviene a sus intereses.

 

Miguel A.Velarde
Miguel A.Velarde

Ejerzo de Abogado en Sevilla, además de estar implicado en algún que otro proyecto.

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5 comentarios

  1. Hay un caso que sigo, que es un poco fuera de tema aquí. Solo un poco, porque no es laboral. Sin embargo puede ser de interés general. Periodista que habla de los engaños y fraudes de un científico. Y abogado de científico que amenaza con una querella si el periodista no se retracta y disculpa por la acusación de «fraude científico».

    El periodista responde, en la misma publicación del artículo original, que no acusa de fraude científico (o criminal) en términos jurídicos, sino de lenguaje común. Como de algo falaz y erróneo. Y que encantado con un juicio, porque tiene muchas, muchas preguntas que hacer.  Y de paso tal vez enseñarle un par de cosas sobre la ley, y sobre cómo funciona un debate libre en un país libre.  Más o menos le sugiere que se vaya a tomar viento (get lost, con foto incluida). Todo muy fuerte. Y el científico anuncia que va a seguir con la querella.

    Tienes el caso aquí (y en los enlaces que salen):
    http://plazamoyua.com/2012/08/22/heroe-del-calentamiento-global-a-punto-de-hacer-el-asno-en-los-tribunales-a-cuenta-de-su-fraudulento-palo-de-hockey/

    La idea del periodista es interesante, aunque no sé si le van a dejar. Todos sabemos que el trabajo al que se refiere es fraudulento (en el sentido de tener unos pufos y trucos inaceptables que conducen a conclusiones irreales). Pero ante las acusaciones en los blogs del ramo, y poca prensa, la universidad organizó una investigación (de coña), y lavó la cara del científico. Y ahora el periodista quiere que le demande el científico, para forzar esa investigación en sede judicial. Parece haberlo conseguido (la respuesta era muy fuerte).

    ¿Qué resultará? Los espectadores ya hemos sacado las palomitas, y estamos frotándonos las manos. Pero como no creo que el abogado sea tonto (no suele ser buena idea contar con eso), puede que nos llevemos un chasco.

    • Sí que es interesante. Por desgracia no estoy todo lo familiarizado que debiera con el sistema jurídico norteamenricano (los sistemas, más bien) como para poder dar una opinión fundada de lo que puede suceder con el caso. Si se diera en España sería difícil una condena, aunque no imposible, claro, que peores cosas se han visto.
       
      Es probable que el Juzgado de Instrucción cortase por lo sano e inadmitiese la querella nada más empezar, por no ser penalmente relevante, sino algo que entra dentro de la legítima polémica científica; aunque es posible que ese mismo fallo tuviese que esperar hasta el final del procedimiento y fuese el punto clave de la fundamentación de la Sentencia.
       
      En cualquier caso, si el asunto siguiera para delante, es un tema de los que se dilucidan a golpe de pericial. La mejor opción es la «exceptio veritatis» del demandado, es decir, que un informe pericial determine que en efecto, los artículos del querellante tienen lagunas formales que pueden comprometer sus conclusiones (aunque sólo sea de forma hipotética y sin necesidad de dejar zanjado el fondo del tema).

  2. Al margen de lo que diga la ley, y antes de meterse ahí, hay cierta tendencia a unas contradicciones curiosas. Por ejemplo, la idea de que la libertad de expresión implique que expresar una opinión no tenga consecuencias. Parece un poco absurdo. Si quieres por ejemplo ligar, no parece un buen procedimiento que empieces por expresar que el objeto de tu atención es definitivamente idiota. Aunque lo sea. Porque si está dentro de tu libertad opinar eso, también está dentro de la suya darte calabazas. ¿Es raro que una empresa prefiera empleados que tengan una buena opinión de la empresa, de los que se puede esperar que trabajen con mayor entusiasmo?  Parece de puro sentido común.

    Luego la ley dejará los márgenes que sea para los intereses de cada uno. Pero lo que nadie puede pretender es cagarse en la empresa en la que trabaja, o en sus actividades, y pedir que no le miren mal. No tendría sentido.

    • Por supuesto, nadie puede pretender que una acción (y menos algo tan delicado como dar una opinión) no tenga consecuencias de algún tipo. Sin embargo, lo fundamental es este aspecto del Derecho (como en el conjunto de los derechos fundamentales) es acudir al origen: Y no es otro que blindar una serie de derechos del individuo frente al Estado. En cuanto a la libertad de expresión, garantizar que el Estado no te va a censurar tu opinión o la información.
       
      Ahora bien, cuando la libertad de expresión choca contra otros derechos fundamentales, hay que ponderar su uso, y esa precisamente es la excusa preferida del Estado para atacar ese derecho fundamental. Es decir: «yo, el poder, no te censuro, como parece que ocurre, sino que protejo el honor de este otro individuo, que en realidad me trae al fresco». Por eso es imprescindible clarificar los criterios por los que se va a evaluar la colisión de derechos.
       
      En el ámbito empresarial, la cosa es aún más complicada. En un sistema de despido libre, por supuesto que las consecuencias de cualquier acto del trabajador son las que el empresario decida. Pero en un sistema hiperregulado como el español, donde las causas de despido están tasadas y cerradas, y que además se interpretan de forma restrictiva por los juzgados, la cosa cambia. Para sancionar una opinión o una información del trabajador, ésta debe ser gravemente injuriante para las personas, o bien perjudicar el legítimo interés empresarial (y el perjuicio hay que acreditarlo, claro; no vale la opinión personal del empresario), o bien infringir alguna cláusula incluida en el contrato.
       
      Eso con la ley en la mano. Otra cosa, como comento en el artículo, son las consecuencias prácticas de todo ello.

    • Para ilustrar con una anécdota el estado de la cuestión en España, conozco sentencias en las que se estima que pegarle al jefe y a un cliente no es causa suficiente para el despido disciplinario, dada la ausencia de lesiones de consideración y las circunstancias que rodearon los hechos. Imagina qu´é ocurre por una mera opinión…

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