Nos prometen la felicidad y la seguridad a cambio de someternos a su dictado, a su percepción moral, a su forma de entender la vida.
Hay quienes creen que el Estado o cualquier otra instancia ajena a ellos mismos puede hacerles felices. Se equivocan. Desde el momento en que encargo a otro que me haga feliz, el otro se esforzará por hacer lo que él cree correcto para ello y no necesariamente aquello que yo deseo. Es cierto que, en ocasiones, compartimos deseos con otras muchas personas. Pero no siempre. Precisamente por ello no debemos caer nunca en el encanto de las propuestas socialistas, de izquierdas y de derechas, y de todo sistema autoritarista y/o paternalista. Nos prometen la felicidad y la seguridad a cambio de someternos a su dictado, a su percepción moral, a su forma de entender la vida. No me cabe la menor duda de que, probablemente, muchas personas compartan ese estilo de vida y sean, por ello, felices. Pero no todos. Y ahí es justamente donde se genera el problema. Los colectivistas de todo color intentarán, por medio de la imposición si fuese necesario, homogeneizar la sociedad para asegurar la felicidad de la mayoría. Un individuo independiente, consciente del valor de su libertad y del valor de la libertad de los demás, jamás exigiría el sacrificio de los intereses de una minoría para satisfacer sus deseos. Y esto último es justamente lo que ocurre cada vez que el Estado promulga leyes que afectan lesivamente la vida privada de los ciudadanos.
No podemos en ningún caso perder de vista que cualquier promesa de paraísos terrenales venida de otro no deja de ser más que la formulación mágica de un deseo: apenas un conjuro. Las personas somos diferentes. Lo que para uno es el cielo es para otro el infierno. En una sociedad libre, cada cual puede/debe buscar su propio cielo. Muchos serán los que jamás lo consigan. Muchos no sabrán siquiera cómo es “su” cielo. Pero todos podrán intentarlo.
Los sistemas autoritarios sólo son estupendos cuando el estilo de vida propio se corresponde con el de la autoridad
Los sistemas autoritarios sólo son estupendos cuando el estilo de vida propio se corresponde con el de la autoridad. En cuanto el individuo cae en una minoría, en la disidencia, se convierten en verdaderas pesadillas. Pero el nuestro no es un sistema autoritario, es un sistema paternalista, basado en el “bien común”, fundamentado en lo más miope del conservadurismo moral (si hemos evolucionado como una determinada forma de sociedad es porque esta es la mejor opción), definido por lo peor del colectivismo marxista (es preferible una sociedad de mediocres iguales a cualquier otro modelo) y desarrollado a golpe de enfrentamiento entre “mayorías”.
En una sociedad como la nuestra vivimos contínuamente bajo la amenaza de levantarnos un buen día y encontrarnos que, por ley, hacer lo que hacíamos ayer para conseguir nuestra felicidad (ampliar la terraza de nuestra casa, por ejemplo) nos ha convertido en delincuentes.