La «marcha por la ciencia» que no tenía nada que ver con la ciencia

El pasado sábado 22 de Abril miles de personas salieron a la calle en la llamada «March for Science», «Marcha por la Ciencia» en español. A la luz de los eslóganes esgrimidos por los manifestantes dudo profundamente que la «ciencia» se beneficie de tales teatros infantiles, al tiempo que me queda clara la profunda ignorancia de la mayor parte de los asistentes a tales marchas sobre lo que realmente es la CIENCIA, con mayúsculas. En el ojo del huracán popular encontramos las numerosas pancartas dedicadas a la proclama de la incontestabilidad de la teoría del Calentamiento Global Antropogénico y Catastrófico causado por el efecto invernadero.

Y ello a pesar de que «efecto invernadero» y «catástrofe climática» son conceptos que difícilmente pueden ser puestos en relación. El convencimiento por el que, mediante emisiones antropogénicas, lo primero conducirá inevitablemente a lo segundo, necesita de un inquebrantable acto de fe en una enorme cadena de suposiciones. Lo primero que debe hacer el creyente es eliminar de su mente cualquier otro factor relevante en el sistema climático … pero no desde siempre, sino sólo desde hace unos decenios. En segundo lugar, el creyente debe suponer que los seres vivos en este planeta han perdido, en ese mismo período de tiempo, toda capacidad adaptativa, y que ello se debe principalmente a que el cambio climático viene acompañado de consecuencias eminente- e inevitablemente negativas. El creyente no debe perder ni un segundo de su tiempo pensando sobre si una política de decarbonización absoluta y totalitaria pudiese tener consecuencias más graves que un supuesto cambio climático antropogénico. Por último, es importante que el creyente huya de todo o que huela a «método científico», pues la duda y la necesidad de verificación y falsación son herejías imperdonables.

Dejemos un par de cosas claras: el cambio climático existe. Basta con  ver los datos de temperatura media del planeta. Sí, hemos asistido a un calentamiento, para lo que basta revisar esos mismos datos. No en todas partes ni en todas partes igual, pero en cualquier caso de manera significativa. Y sí, los climatólogos no tienen otro modelo explicativo más allá del efecto causado por la emisiones antropogénicas de gases de efecto invernadero. Al mismo tiempo, en algunas regiones del planeta hemos asistido a más olas de calor que de frío. Ésta es, sin embargo, una consecuencia positiva: mueren más personas por olas de frío que por olas de calor. No encontramos otras tendencias: ni aumentan los fenómenos tormentosos, ni hay variaciones significativas en el régimen pluvial más allá de la variabilidad natural. Ninguna isla del pacífico sur ha desaparecido bajo las aguas del océano y no tenemos constancia de la desaparición de ninguna especie natural debida al cambio climático.

No, la catástrofe climática aún no ha tenido lugar. Y es imposible hacer una predicción cierta de sistemas complejos, dinámicos y caóticos. No podemos ni con cartas del tarot, ni con horóscopos, ni con modelos climáticos.

A pesar de todo ello, y gracias al trabajo de propaganda desarrollado durante decenios por diferentes grupos de interés, la mayoría de las personas están convencidas de la veracidad de la ecuación: Cambio Climático -> Fin del Mundo. El cuento del Cambio Climático catastrófico es un gran negocio para muchísima gente, argumento valiosísimo para los ecologistas y políticos a la hora de desarrollar programas mediante los que obtener subvenciones y generar nuevas políticas fiscales. La prensa consume con fruición todo tipo de titular catastrofista, sabedora de lo importante que es su «audiencia» a la hora de generar ingresos publicitarios. Y al calor del climacatastrofismo han surgido nuevas ideas empresariales desde las que se nos ofrecen productos absurdamente ineficientes o simplemente en absoluto novedosos bajo el sello de la «protección del clima». Y no olvido a todos esos científicos que, por fin, encontraron un método de publicación que les aseguraba la subvención eterna a poco que pudiesen relacionar lo que ya venían haciendo y creían que apenas interesaba a nadie con las mágicas palabras «climate change» o «global warming».

En comparación con muchas otras distopías ecologistas, la catástrofe climática se caracteriza por no ser refutable. No se puede demostrar que algo que es posible en virtud de las leyes de la naturaleza, no sucederá nunca en el futuro. Simplemente esta circunstancia debería hacer sonar todas las alarmas en las mentes de muchos investigadores. Una hipótesis no falsable se SUSTRAE de la verificabilidad científica y sólo puede evaluarse FUERA del ámbito científico. Pero es justamente ese ámbito fuera de la ciencia donde algunos científicos del clima quieren llevar el tema. Se trata de personas con puntos de vista políticos definidos y no ocultados que buscaron y buscan presentar sus investigaciones al servicio de las utopías sociales colectivistas en las que ellos creen.

Y justamente ahí encontramos la raíz del problema. La ciencia y la política son dos esferas completamente separadas. La ciencia busca la verdad, en un intento de explicar los fenómenos naturales mediante la racionalidad pura y libre de valoraciones personales. La política, sin embargo, es el arte del equilibrio basado en valorar los intereses personales divergentes. Uno puede desear pagar altas facturas de energía debido a que cree que así asegura un mundo mejor en el futuro. El otro se enoja cuando mira a la factura de la luz porque le quitan su dinero y no encuentra ningún beneficio en ello. Uno disfruta de la vista de un molino de viento como símbolo de una generación de energía limpia. El otro ve la destrucción de la naturaleza, el paisaje y las aves descuartizadas por las palas de la máquina. Ninguna de estas actitudes es correcta o no, ninguno de estos puntos de vista se puede defender o prohibir sólo con las herramientas de la ciencia.

Ya conocemos las consecuencias del uso totalitario o consensuado de la ciencia en la vida política. Pensemos en la corriente eugenética de finales del siglo XIX y principios de siglo XX. Numerosos protagonistas destacados de la ciencia, la cultura, la economía y la política, que recordamos con respeto y aprecio hoy, entonces defendieron la esterilización forzosa para la optimización genética de la sociedad. En muchos países, ya sea en Gran Bretaña y sus colonias, en Estados Unidos, en Suiza,  en Alemania – por citar algunos- estas esterilizaciones eran llevadas a cabo a gran escala. Hoy reconocemos esto como una violación de los derechos humanos, pero en ese momento la eugenesia parecía a muchos contemporáneos como razonable, ya que contaba con el apoyo de «la ciencia». Imaginen hoy una dictadura del catastrofismo climático en el que su derecho a la vida, o a la propiedad, quede definido en función de su «huella de carbono».

Lo que los promotores de la «marcha por la ciencia» promueven es un nuevo Lysenkismo (ver 1 y 2). Apoyan indirectamente la lucha de los activistas del «Día de la Tierra» en contra de disciplinas científicas como la ingeniería genética, la biotecnología y la investigación nuclear. Condenan y pretenden amordazar a cualquier otro científico que muestre escepticismo sobre la investigación del clima y definen el estado actual del conocimiento como sacrosanto. Exigen una política únicamente guiada por hipótesis científicas que no necesita atender en absoluto a las necesidades de las personas.  Cometen el gravísimo error de proclamar que «el conocimiento científico como base del discurso social no es negociable». Es un error porque el conocimiento científico nunca puede sustituir los intereses de las personas como base de política, simplemente y entre otras razones, porque lo que hoy creemos como «cierto», mañana será revisado, limitado o refutado. La ciencia debe aportar argumentos en la disputa política, pero desde la humildad de quien sabe que lo que postula hoy será mejorado, falsado o rebatido por otros mañana. Una ciencia que se convierte en política, nos lleva de nuevo a la inmadurez anterior a la Ilustración, en la que no son nuestras propias decisiones, sino la línea absolutista de otros, la que dicta nuestra conducta. Una política que reclama para sí la posesión universal de la verdad, porque se basa en la evidencia científica del momento, desemboca automáticamente en una dictadura.

 

PS: Lean también a Plazaeme en su casa: Los cantamatinas de la “marcha por la ciencia”, retratados en Bill Nye

Luis I. Gómez
Luis I. Gómez

Si conseguimos actuar, pensar, sentir y querer ser quien soñamos ser habremos dado el primer paso de nuestra personal “guerra de autodeterminación”. Por esto es importante ser uno mismo quien cuide y atienda las propias necesidades. No limitarse a sentir los beneficios de la libertad, sino llenar los días de gestos que nos permitan experimentarla con otras personas.

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3 comentarios

  1. La progresía totalitaria occidental ensucia todo lo que toca. Entre otras cosas se apropia de palabras con prestigio y las soba y manosea hasta dejarlas como chupa de dómine: sucias, vacías de sentido e inservibles. Entre ellas entran palabras como solidaridad, igualdad, libertad, etc. (y la inefable «humanitaria», que ahora, como repiten como loros, ¡hasta las catástrofes son «humanitarias»!). Ahora le toca el turno a la palabra Ciencia. ¡Pobre!

  2. Para los creyentes progres la palabra «religión» y su concepto central «Dios», es un «tabú», sobre todo si por religión sobreentendemos la tradicional en occidente, es decir la cristiana y por Dios, el de los cristianos, ya que el resto de religiones y dioses entran dentro del «multiculturalismo» del que hacen gala.
    Así que han optado por adoptar como nueva religión revelada eso que ellos entienden por «ciencia» cuyo dogma central es la amenaza del calentamiento global apocaliptico derivado de los pecados del ser humano occidental.
    Esto no es muy distinto de lo que hicieron en su día algunas de sus tribus antecesoras, como los «hipies», que cambiaron el cristianismo por el seudobudismo y a Jesucristo por Buda en el viaje a ninguna parte que emprendieron en los 60.
    La cuestión parece ser en «creer en algo» que te haga sentirte distinto y mejor que los vulgares pecadores, sin necesidad de contrastarlo con la realidad.

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