Agricultura y ganadería, una historia de éxito

Si bien la leyenda del mono que podía recorrer la península ibérica sin bajarse de los árboles es falsa, no es aventurado pensar que cuando los romanos llegan a nuestras tierras los bosques ibéricos ofrecían mejor aspecto que el que tuvieron a finales del siglo XVII, aunque en ningún caso mejor que el observamos hoy. La llegada de Roma a Iberia genera, entre otras muchas cosas, un aumento en la densidad poblacional de la península y con él la extensión de las prácticas agrícolas. Los habitantes de Hispania comienzan a talar bosques, construían sus casa con madera, las calentaban quemando madera, y de madera eran la inmensa mayoría de los artilugios ingenieriles y de guerra propios de la época. Y comenzaron a desarrollar cultivos extensivos.  Plantaban escandia, espelta o farro. No tardaron en darse cuenta que algunas espigas contenían más grano que otras, guardando éstas para replantarlas al año siguiente: comenzó la selección.

Mediante el cruce de especies empezaron a alterar el códico genético de muchos cereales. El trigo, tal y como lo conocemos hoy, es fruto de esa ingeniería genética rudimentaria. Y no sólo lo hicieron con los cereales. Casi todas las raíces comestibles (piensen en la zanahoria) pasaron por ese proceso de selección. La historia del cultivo es la historia de la alteración y selección de genomas para mejorar la utilidad y beneficio de recursos naturales. Cada vez más y mejor comida contribuía a mejorar la calidad y expectativas de vida de los habitantes de Iberia.

Pero el trabajo del agricultor era una tarea dura. Los antepasados habían conseguido atraer ejemplares salvajes de especies bovinas con comida, proporcionándoles prados jugosos y protegiéndoles en establos de los ataques nocturnos de lobos y osos. Habían colocado un arnés a los bueyes y consiguieron así hacer surcos en el campo de forma más rápida y efectiva. Cuando las vacas alumbraban terneros, bebían parte de la leche o hacían queso con ella, guardándolo para cuando las vacas no daban leche o no había vacas «a mano» (viajes, cacerías). Con los pájaros que vivían en los bosques hicieron lo mismo: les atrajeron con comida, les encerraron en establos y consumían parte de los huevos.  Luego se dieron cuenta de que si tenán mas vacas y más gallinas podían utilizar la leche y los huevos como mercancía de intercambio con quienes no tenía ni vacas ni gallinas. La ganadería intensiva daba sus primeros pasos.

No tardaron mucho nuestros antepasados en darse cuenta de que de las tierras que se dedicaban a un monocultivo varios años cada vez obtenían menos cosecha. Observaron que allí donde las vacas defecaban las espigas se mantenían más tiempo más saludables, y empezaron a guardar las heces de sus animales y repartirlas por los campos de cultivo. Hicieron lo mismo con las cenizas de sus innumerables hogueras. Y vieron que las cosechas mejoraban. Nacen los fertilizantes. El día que a alguien se le ocurrió moler piedra caliza y arrojar el resultado sobre los campos a cultivar nacieron los fertilizantes minerales. Cada vez era posible alimentar mejor y a más gente, comenzando el porceso de disminución de la presión sobre las superficies arboladas.

La llegada de la patata a Europa desde el otro lado del océano supuso una verdadera revolución agrícola y alimentaria. Pronto se convertiría en el alimento de las masas. Las plagas que arruinaron las cosechas de patata entre los a­ños 1845 y 1852 provocaron enormes hambrunas y la muerte de millones de personas. Cuando se descubre que el cobre tiene un efecto milagroso -mortal, en este caso- sobre los hongos que afectaban a los preciados tubérculos todo el mundo se pone a derramar sales de cobre sobre sus patatales. El cobre es un metal pesado, que se enriquece en los suelos y, a la larga, los empobrece. La agricultura mundial recibirá con brazos abiertos nuevos fungicidas con los que sustituir las duchas de cobre. Y poco a poco aparecen también los herbicidas, o los insecticidas.

Gracias a estos exitosos avances de la agrucultura y la ganadería no solo logramos alimentar a la inmensa mayoría de los 7 mil millones de personas que habitamos el planeta, sino que hemos sabido hacerlo sin aumentar exponencialmente la superficie cultivada, reduciendo así la presión que habíamos ejercido sobre los espacios naturales. Esto no es en todas partes así, evidentemente. Pero obligarnos a renunciar a los éxitos conseguidos por agricultores y ganaderos durante siglos, demonizando todo lo aprendido en nombre de una nueva cultura «bio», solo puede tener dos consecuencias: aumento de la presión sobre espacios naturales, o muerte de personas por inanición. Y ni lo uno ni lo otro cabe dentro de lo que debemos entender por «sostenible».

Luis I. Gómez
Luis I. Gómez

Si conseguimos actuar, pensar, sentir y querer ser quien soñamos ser habremos dado el primer paso de nuestra personal “guerra de autodeterminación”. Por esto es importante ser uno mismo quien cuide y atienda las propias necesidades. No limitarse a sentir los beneficios de la libertad, sino llenar los días de gestos que nos permitan experimentarla con otras personas.

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2 comentarios

  1. » aumento de la presión sobre espacios naturales, o muerte de personas
    por inanición. Y ni lo uno ni lo otro cabe dentro de lo que debemos
    entender por “sostenible”»

    Me temo que eso no es cierto. En el fondo los «buenos» ecologistas (y ni te digo los animalistas, veganos, etc) piensan que lo que sobran son humanos y que deberían ser «disminuidos» de forma muy radical… lo curioso, eso sí, es que lo piensan siempre en relación a los demás, es decir que les parecería muy bien que se redujese la población humana a la mitad, sin tocarles a ellos o a sus familiares y amigos

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