Leyes bienintencionadas y despilfarros inútiles

            Ya he comentado en alguna que otra ocasión, que uno de los principales problemas de la legislación española son las buenas intenciones de legisladores con pocas luces. Basta con que un ministro se percate de un supuesto problema (generalmente creado de forma imprevista por alguna legislación anterior) para que se lance a aprobar alguna norma al respecto. Norma que, por supuesto, no sólo no soluciona el problema sino que crea otros.

Avanzo que este artículo se basa en mi experiencia personal. A nadie le extrañará que estando la cosa como está, abunden los procedimientos laborales, y por mi parte, casi todos los que llevo son en la provincia de Sevilla. Es posible que en algún otro lugar las cosas funcionen de otro modo. Si es así, les felicito por la suerte que tienen.

Pero entremos en el tema. Debido al tradicional colapso de los juzgados, desde siempre se ha pretendido fomentar la resolución extrajudicial de conflictos. En el ámbito de la jurisdicción social, y dado que una parte importante de asuntos terminan con un acuerdo entre las partes, al que en no pocas ocasiones se llega en la misma puerta de la sala de vistas, alguien pensó que sería bueno que los litigantes hablasen antes para evitar echar más carga a los juzgados.

Aclaro que soy un firme partidario de resolver los pleitos cuanto antes y a ser posible, mediante negociación. Es más rápido, más económico y no se hace tanta sangre. Pero no es eso exactamente lo que nuestros legisladores tenían en mente. Como buenos burócratas no se podían fiar de la iniciativa de los interesados, así que tuvieron que instituir órganos administrativos o corporativos que se dedicasen a ello.

Aunque por alguna razón que nuestros gobernantes no acababan de entender, esos medios de resolución de conflictos institucionalizados no parecían ser del agrado de la mayoría, que sorprendentemente prefería ahorrar tiempo y esfuerzo y dirigirse directamente al juzgado de lo social. Quizás si alguno de esos políticos hubiera trabajado en algo en su vida (no seré perverso y aclararé que me refiero en algo del sector privado), se habrían dado cuenta de dos aspectos claves en el asunto:

Primero, que las partes siempre han podido negociar entre ellas y más cuando acuden representadas por abogados. De hecho es común hablar por teléfono y tratar de, al menos, tantearse. Si se llega a un acuerdo no hay más que plasmarlo por escrito y presentarlo al juzgado, que estará encantado de aprobarlo y quitarse un asunto de encima.

Y segundo, que aunque les pueda parecer mentira, llegar a un acuerdo en asuntos en que las personas suelen ir “calentitas” es muy complicado, y se necesita tiempo y paciencia. Tanto que no es infrecuente que hasta el último momento no se puedan encontrar las posturas; y por supuesto, es normal tener que celebrar el juicio y que decida el juez.

Pero claro, tanto por la natural desconfianza de nuestros gobernantes a lo que se pueda negociar privadamente entre las dos partes interesadas, como por el hecho de que la gente es muy desconsiderada y no hace lo que ellos quieren, se optó por hacer obligatoria la mediación y conciliación previa al juicio.

Y así se establece en el artículo Art 63 de la Ley 36/2011, de la Ley de 10 de octubre, reguladora de la jurisdicción social, que sustituye al mismo artículo de la anterior Ley de procedimiento laboral (ni se han molestado en cambiar los números de los artículos).

Básicamente se hace obligatorio el intento de resolución extrajudicial, de modo que un juzgado de lo social no admitirá una demanda si no se acredita el intento de la misma. ¿Y cómo puedo acreditar que he tratado de llegar a un acuerdo? Claro, no vale la palabra del ciudadano. ¿Dónde iríamos a ir a parar? Pues básicamente, una Administración crea un organismo que se dedica a la mediación y emite un certificado oficial de haber acudido ante él.

Imagínense que para poder divorciarse, el juzgado de familia les obligase antes a acreditar que han acudido a un mediador matrimonial. Pero no les valdría cualquiera. Tendría que ser uno oficial, un funcionario que trabajase para una oficina de su comunidad autónoma, y que debiera darles un certificado. Pues algo así.

En Andalucía, por ejemplo, tenemos el CMAC (Centro de Mediación, Arbitraje y Conciliación), dependiente de la consejería de economía, innovación, Ciencia y Empleo de la Junta de Andalucía (sí, en serio que se llama así). Y aquí es donde empieza lo bueno, y donde voy a empezar a hablar desde mi experiencia.

Las personas que llegan de nuevas a estas cosas, ante el nombre del organismo al que acuden, esperan que un experto en conflictos interpersonales y derecho laboral ejerza de mediador entre trabajador y empresa. Las expectativas que se tienen son la de llegar a una sala donde las partes se debieran sentar y un funcionario ejercería sus buenos oficios, tratando de acercar posturas, asesorar a las partes, limar diferencias… En fin, lo que es una mediación.

Pero la cosa siempre viene a ser más o menos de la siguiente manera:

Martes, 9:00 de la mañana. Aparecen en el edificio las partes (aunque es usual que la empresa no acuda, porque para perder el tiempo es mejor quedarse en casa) y en el pasillo los abogados se tantean. Es probable que ya lo hayan hecho antes, pero por si acaso, y aunque sólo sea por deferencia profesional, se acercan y charlan algo del asunto.

9:10 de la mañana. A la hora en punto de la citación, un funcionario aparece por una puerta y llama a las partes a voz en grito: “¡Empresa Tal y don Fulanito de Cual!”. Ambos entran en un pequeño cubículo al que algún optimista ha llamado “despacho nº 3”. Apenas caben el empresario y el trabajador junto con sus respectivos abogados, pero no es problema porque no se va a estar allí mucho tiempo. El funcionario hace la pregunta clave:

“¿Han llegado a un acuerdo?”

Ambas partes se miran y dice alguien: “No”

“Vale” contesta el funcionario, y con la habilidad del que hace lo mismo todos los días una vez cada diez minutos, imprime una página estandarizada, a la que se le han añadido los datos de las partes, con la expresión resaltada en negrita “intentado sin avenencia”.

Y ya está. Cumplido el trámite legal. Con ese papel grapado a la demanda, ya se puede acceder a la vía judicial.

¿Pero qué ocurre si toca la flauta y hay acuerdo? En ocasiones sucede. Pues nada, que a la pregunta del letrado conciliador se responde que sí, se le dictan los términos del acuerdo, que son plasmados literalmente en el acta (hay que estar atentos, porque el funcionario tiende a resumir y luego vienen los problemas), se saca en papel, se firma, y cada uno a su casa.

Pero me dirá usted, paciente lector, ¿dónde está la mediación? ¿Dónde el intento de conciliación? ¿Y el arbitraje?

Créame que son las mismas preguntas que llevo haciéndome años.

¿Cuál es entonces el papel del letrado conciliador? Pues ninguno. Ejercer de auxiliar administrativo (profesión honorable donde las haya, aunque en este caso se le está pagando por otra cosa) y luego plasmar su firma en el acta. Se supone que previamente ha debido asesorar a las partes, acercar posturas, fiscalizar la legalidad del acuerdo, comprobar que no es abusivo ni lesivo para el trabajador… pero si las cosas fueran como debieran ser, supongo que el mundo sería más aburrido. O quizás nos iría mucho mejor.

¿Y a esto no se podría haber llegado sin necesidad de montar todo un servicio de la Administración? Pues claro. Un abogado puede llamar al otro por teléfono (o el empresario al trabajador, o viceversa), quedar, redactar un acuerdo y presentarlo al juzgado. O decidir que no hay manera y que decida el juez. Pero entonces no se perdería el tiempo, no se gastaría dinero público en cosas inútiles, y sobre todo, no se podría alardear por parte de nuestros gobernantes sobre cuánto dinero, medios y personal dedican a fines socales.

Y aquí es donde entra el tema del despilfarro. Tenemos oficinas y materiales, y sobre todo personas que en lugar de estar haciendo algo útil en cualquier otro lugar, deben perder su tiempo y hacérselo perder a los demás, en un procedimiento administrativo inútil y que no hace más que poner trabas, un pequeño escalón más al derecho de acceso de los ciudadanos a la justicia. Hay funcionarios dedicados a la admisión de las demandas de conciliación, a su archivo, a su comunicación a la otra parte, a estadísticas, letrados conciliadores, gestores varios… Y mucho dinero de nuestros impuestos dedicado a ello.

Pero el asunto no es sólo la pérdida de tiempo, de dinero y el dificultar el acceso a los tribunales. Además puede ser un problema mucho mayor. Los plazos para interposición de demandas se interrumpen por la de conciliación, pero no indefinidamente. Aquí entra en juego una compleja norma que en ocasiones puede provocar que el trabajador pierda su posibilidad de reclamar a la empresa.

El plazo para interponer una demanda por despido, por ejemplo, es de 20 días, siendo hábiles los de agosto. Al interponer la demanda de conciliación se interrumpe el plazo, pero por un máximo de 15 días (es más complejo, pero para entendernos vale). Ocurre en ocasiones que el CMAC da cita para pasados un par de meses (o más), y si el trabajador se confía, cuando se celebre la conciliación (es un decir) ya no podrá acudir a los tribunales. Y eso nadie se lo explica, más que por unos folios cutres pegados con papel adhesivo a la pared de alguna esquina, en los que se transcribe el texto del citado artículo 63. Si como sucede a menudo, el trabajador acude sin asistencia jurídica, es posible que ni siquiera sepa lo que quiere decir el papelito o que no lo vea. En fin, que todo el tinglado, lejos de ser una ayuda, no es más que otra zancadilla más.

De modo que una vez celebrada la conciliación, se acude a los tribunales. Pero el legislador sigue sin fiarse, así que la Ley (en su artículo 84) impone un nuevo intento de conciliación previa, otro más, esta vez ante el secretario judicial. Bueno, en esta segunda ocasión lo único que ocurre es que hay que pasarse por las oficinas del juzgado unos 10 minutos antes de que se celebre la vista en sala. Una molestia, pero a estas alturas uno ya está acostumbrado a que hagan difícil cualquier asunto simple.

De modo que cuando se hable de recortes presupuestarios en, por ejemplo, materia de empleo y servicios sociales, y alguien pregunte con indignación que de dónde se puede recortar en un asunto tan delicado, aquí he dejado alguna idea de organismos inútiles cuya supresión, lejos de ser un problema, redundaría en un mejor servicio al ciudadano.

 

 

Miguel A.Velarde
Miguel A.Velarde

Ejerzo de Abogado en Sevilla, además de estar implicado en algún que otro proyecto.

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5 comentarios

  1. Enhorabuena por tu clarificador articulo
    Estamos cansados de leer sesudos expertos escribiendo sobre duplicidades, ineficiencias de las administraciones, burocracia administrativa, etc. en las columnas de opinion de la prensa generalista. Articulos imposibles de digerir si no se releen 2 o 3 veces.
    Cuando se tienen claras las ideas y estas se quieren transmitir, que facil es hacerse entender, ¿verdad?
    Deberian los politicos tomar nota

  2. Gran artículo. Como dices, buen ejemplo de despilfarro en áreas de «gasto social».

    Otro ejemplo. Veraneo en Tenerife, en una pedanía de la Laguna, Bajamar. Este verano vi que había un edificio que se llama «Centro ciudadano de Bajamar». Al día siguiente, un edificio de nueva construcción y bonito diseño arquitectónico en el pueblo de al lado, Tejina, mostraba el mismo rótulo: «Centro ciudadano de Tejina». Seguro que hay dinero público en ello. Seguro que hay empleados a cargo de mis impuestos. Y seguro que se hacen cosas útiles y positivas en esos centros……pero, ¿son necesarias? Seguro que no.

    • Pues imagínate que además de despilfarrar dinero y no servir para nada esencial, no sirvieran para nada útil, y encima te obligaran a usar sus servicios. Pues eso.

  3. Más claro agua. La pregunta del millón que estoy deseando que alguna puñetera vez se le ocurra hacer a algún periodista cuando algún político habla de «reforma de la administración para mejorara la gestión, suprimir duplicidades, bla-bla-bla» es: «¿Me puede decir que van a hacer con todo el personal de la administración (tanto laboral como funcionario) que se dedica a esas tareas duplicadas y/o directamente inútiles?. ¿Acaso esperan que alguno de ellos levante la mano voluntariamente para declarar que son ellos los que sobran en vez de el igualmente inútil que está sentado en la mesa de al lado?.

    • El caso es que además no sólo es la pérdida absurda de dinero y recursos. Es que además el gasto se produce para entorpecer y perjudicar al ciudadano, sin ninguna consecuencia positiva. Como en tantas cosas, ni siquiera se puede argumentar que vale, que se gasta dinero pero se consigue un beneficio para alguien… Bueno, se puede decir, pero sólo desde una perspectiva muy (pero muy) teórica, y desconociendo absolutamente la realidad, o bien desde la más descarada demagogia.

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