Y en el centro de todo, el estado como problema

Luis:

Lo que son las cosas. La mirada de helicóptero que dota la distancia y la vida alejada, me permite contemplar el día a día tomando de aquí y de allá. Como tantas veces, no entiendo mucho de lo que pasa. Te refiero algunas.

Se sabía, pero ahora que los bancos no le prestan billetes a nadie se pone en evidencia: los ayuntamientos pagan tarde, las empresas contratistas no reciben su dinero y tienen problemas para pagar sus nóminas y eso crea desempleo y quiebras.  Me resulta asombroso que no haya una revuelta social reclamando que los alcaldes paguen como todo el mundo, no ya, ojalá, como es práctica mercantil habitual en tus tierras, sino en los noventa días que es tradición local.

Tampoco merece escándalo que los retrasos de los cobros de las farmacéuticas sean simplemente como un préstamo gratuito para la seguridad social. Mientras, se les pide reducir precios y limitar sus patentes por las mismas personas que les pagan a su manera y que son capaces de impedir que el gasto en medicinas «gratuitas» crezca sin parar.

Simultáneamente, todos tenemos la certeza de que los cargos públicos, con la necesaria y sucia complicidad de las empresas privadas que lo hacen, imponen tasas en forma de coimas para poder hacer negocios, sean constructivos o de otra clase: dicen muchos empresarios que si no no pueden trabajar, no es su falta de decencia. No soy yo de los que creen en la ingenuidad de los comerciantes, pero siendo lo que dicen verdadero, es bien cierto que no se rebelan como casta frente a una práctica que, en realidad, impide la competencia leal: el amigo del sobornado, trabaja, gana dinero y puede sacar pecho presidiendo un club de fútbol, que eso es el éxito social.

Observamos cotidianamente sin que nadie envíe bolsas de té a sus despachos los gastos suntuarios, la discrecionalidad del uso del dinero o el reparto de fondos de las cajas de ahorros que administran para sus intereses presuntamente públicos y, por supuesto, también privados, los políticos que ostentan responsabilidad ejecutiva. Cuando el presidente del gobierno dice que España estará en la lucha contra el hambre y otras nobles causas, cúpulas de artistas incluídas, lo que uno piensa es que no es España, sino que es él el que se pone en vanguardia y contribuye a pintar con dinero que no es suyo. Y eso vale para muchas cosas.

Por supuesto, en nuestra conversación y cháchara cotidiana no se recuerda cómo los partidos y los sindicatos viven de subvenciones a sus votos que perpetúan su presencia en el sistema haciendo una empresa casi imposible que una alternativa pueda cuestionarles mediante el apoyo económico popular. Además de la certeza de que no pagan sus créditos causados por las campañas y que salen también de nuestro dinero.

Muchos teóricos y comentaristas pasan horas y llenan páginas tratando de definir la existencia maligna del estado. En su retórica vociferan o ponen ejemplos exóticos en los que normalmente la población está en manos de las mafias y la discrecionalidad de guerrilleros y pistoleros para comprobar que el no estado genera elementos de eficiencia. Qué pérdida de tiempo.

Aceptar que la vida social supone formas de entenderla diferentes, que aceptamos la libre competencia de opciones políticas como aceptamos y deseamos la libre concurrencia empresarial (tan lejana de ser plenamente cierta, es verdad), supone aceptar que existe la posibilidad que las opciones que quieren intervenir desde el estado o regular determinadas cosas existan y sean aceptadas de forma suficientemente mayoritaria. Cebarse en su desaparición o en reducirlo al mínimo de lo posible, es un discurso torpe e imposible.

Porque la esencia no es su presencia, sino lo que hace y cómo lo hace. La cantidad de pequeñas cosas de la vida cotidiana que suponen una incomodidad, una barrera, una molestia, un derroche es tal y de tal calibre, sin siquiera entrar en las subvenciones, que es llamativa la carencia de liderazgo político para crear cambios pequeños y, permíteme  la palabra, revolucionarios sin que se tenga que desmantelar el estado o crear una crisis social con palabras como privatizaciones y otras que suelen horrorizar.

¿No desea la sociedad que el estado pague a tiempo? Que esto sea posible supone introducir una restricción en contra del abuso absolutamente notoria. Es fácil de argumentar: el gobierno no te perdona que te retrases un sólo día en el pago de tus impuestos, tus ivas y tus seguridades sociales, pagas multas salvajes por llegar tarde hasta la ventanilla del banco si ese mes no tienes dinero. Pero se permite pagar a su antojo y devolverte el dinero ¡pagado de más! de tus impuestos cuando decide. No sólo decide unilateralmente, sino que ignoras cuando se producirá.

Pequeñas, por lo simple de su enunciado, batallas políticas como ésta sirven para poner en evidencia cómo el estado providencia no lo es, sino que es un agente que coacciona y que proyecta su ineficacia, la ineficacia de los cargos electos que viven de él, contra todos nosotros y nuestra vida cotidiana.

Y hay otras muchas: contar lo que cuestan las televisiones públicas y transformarlas en días de pensiones y desempleo hurtados por el estado que se dice benefactor. Pero radios y eminencias digitales se divierten en el desgarro, en el lamento, en el grito hosco sin que el público acomodado en lo que da por hecho, en la falsa beneficiencia, cambie un ápice sus impresiones.

Mientras el discurso dominante culpa al capitalismo de su desgracia, el fracaso de lo público rezuma por cada esquina sin que haya discurso, pedagogía o liderazgo capaz de crear esperanza, ilusión, o una mejor palabra, opciones, para que la sociedad se incline por dejar el camino de la usurpación de su vida privada y comercial y abrazar la riqueza de contar con posibilidades para decidir por sí mismos: ¿se puede vivir sin poder ir a los tribunales porque el gobierno no te paga? ¿se puede vivir reduciendo incertidumbre sabiendo que las reglas del cálculo de tu pensión, no digamos su importe, se deciden sin que puedas influir o sin la simpleza de que no tienes la opción de salir o de que te respeten las reglas que te pusieron al entrar en el sistema? ¿se puede vivir sabiendo que una reclamación judicial sensata y legítima puede tardar años – años – en siquiera tener su vista?

Los que tienen que decir estas cosas, claro está, viven y viven bien de soportar ese tejido. Pero me llama la atención la algarada por la moral, por España como tragedia, por el fin del mundo  a manos de masones y vendepatrias y la ineptitud para razonar y ganar adeptos en pensar que el estado abusa de ellos mucho más de lo que piensan, y que la supuesta protección del bienestar no es más que indefensión. Tarea dura: ir  a la farmacia y volver a casa con antibióticos que parecen gratis es mucho más sencillo de vender. Para vender, además, primero hay que caer bien. El estado es, en realidad más que nunca, el centro de muchísimos problemas no evidentes y un fracasado notorio en la prevención de crisis y sus consecuencias.

¿Dónde está el monstruo de la comunicación que es capaz de renunciar a los privilegios que el sistema otorga a cualquiera que sea su formación política para buscar un objetivo moral más elevado que es, sin necesariamente avergozar por sus convicciones y sus anhelos a la ciudadanía, la liberación de las cuerdas que para resolver tu destino imponen los gobiernos que conocemos? Y bastan cosas tan pequeñas… (inlcuso quitar los estancos a dedo).

Tuyo,

Mardito Roedor

TIRABUZÓN
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Un comentario

  1. A pesar de no ser Luis, voy a dejar un pequeño comentario:

    España tiene un problema. Bueno, más bien los españoles… No, ni siquiera. Algunos españoles tenemos un problema: nos molesta que nos digan cómo llevar nuestra vida y cómo ordenarla (que es en lo que se resume todo lo que tú comentabas), sin trabas ni cortapisas, en tanto en cuanto respetemos a los demás. Y el problema viene de que España es un Estado democrático, pero no liberal (recogiendo un debate anterior), donde la mayoría impone a todo el conjunto de la población TODO TIPO DE COSAS, y no simplemente un marco jurídico-legal o un gobernante temporal.

    Mientras eso no se solvente, seguiremos en las mismas, independientemente de quién gobierne, de qué orientación política sea, y cualquier otra cosa…

    El origen de esto está en los mismos españoles: la inmensa mayoría de ellos tienen un espíritu servil. De lacayo. Da igual como los traten mientras su burbuja de felicidad esté (ellos creen) intacta. Y esto, a mi parecer, tiene difícil solución…

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