Montilla y la incoherencia del intervencionismo

Este es el primer post que escribo en Desde el Exilio. Antes de empezar quisiera darle las gracias a Luis por brindarme la posibilidad de colaborar en este blog, y también a Rallo, que hizo de sagaz intermediario. Y en general a todo lector que esté leyendo ahora estas líneas, por dedicar parte de su tiempo escaso a éste fin.

Con este primer artículo, en Desde el Exilio empezamos a engordar una nueva categoría que hemos querido titular: “Capitalismo”. El término hace referencia al sistema económico de relaciones e intercambios voluntarios que surgen en una sociedad libre. Desde mi punto de vista, capitalismo y libertad son inseparables, y ambos, además de ser éticamente intocables, son la condición necesaria para que la humanidad prospere e incremente su nivel de vida.

Recientemente hemos podido ser testigos de la celebración de una manifestación en diversas partes de España cuyo lema exigía la reducción de la pobreza sin excusas. Los liberales estamos de acuerdo con ese lema. Pero no con la ideología que se oculta detrás de la pancarta. No creemos que el gobierno sea el medio para resolver dicho fin, sino, más bien, el auténtico causante.

Tal afirmación debe ser correspondida con una idea previa de cómo funciona la economía. De lo contrario no sería prudente acusar al estado de ladrón e ineficiente (por ejemplo). Y esa es la idea, el capitalismo, lo que pretendemos dibujar -conforme me lo permitan mis posibilidades- a través de cada artículo y sus comentarios en esta nueva sección. Ese es el objetivo, que espero os guste y nos sirva a todos.

Así que, para empezar, aquí tenéis un primer ejemplo de capitalismo y su opuesto: la política (estatalismo) o la sociedad hegemónica, que nos servirá para comparar ambos modos de relación social.

Tristemente no hace falta irse muy lejos ni esperar mucho tiempo para encontrar ejemplos de la sociedad hegemónica. Ésta vez, el Ministro de Industria toma la palabra para ofrecerse a tal propósito, y proclama que desde el ministerio –con ayuda de una fundación afín al Partido Socialista- preparan un nuevo plan de choque para el problema de la energía en nuestro país.

El ministro está preocupado por el derroche de energía y el exceso de consumo. Propone un plan en el que se contempla establecer “un precio mayor por unidad energética consumida por encima de lo que sea considerado un consumo razonable” y así “evitar los derroches de energía” (leemos en Libertad Digital).

Sobre la cuestión del derroche de energía o consumo razonable podemos leer una excelente y clarificadora argumentación de Gabriel Calzada.

¿Por qué el ministro quiere fijar y regular la demanda energética?. Porque no hay la suficiente oferta. Y eso tiene una explicación económica: la fijación de precios. Es este un caso de precios máximos –no se permite incrementar las tarifas por encima de determinado punto, que está por debajo del que se iría fijando continuamente por el mercado libre. Dicha fijación tiene nefastas consecuencias que ahora veremos.

Pero antes que nada, para tenerlo en mente, mejor apuntar el motivo por el que se regula mediante la fijación de precios. Con los precios máximos, lo que se pretende por parte de los políticos es favorecer a los consumidores en detrimento de los productores. Que todos tengan acceso a la energía. Es demasiado cara y hay que abaratarla. Ese es el eslógan justificativo.

Pero como en toda intervención gubernamental, y como ya alertara Ludwig von Mises, el intervencionismo conduce necesariamente a más intervencionismo. La intromisión en las relaciones contractuales libres entre las personas provoca la aparición de consecuencias no intencionadas que a su vez sirven como excusa para más intervenciones.

De hecho, eso es lo que es. La fijación de precios es una intervención que podría calificarse de triangular. Un sujeto prohibe un intercambio libre entre otros dos sujetos. Es lo mismo que lo que ocurría con las leyes de usura (un tope para el tipo de interés que se fija en un contrato de préstamo), o en el caso de la imposición de salarios mínimos (prohibición de ganarse la vida a ciertos trabajadores de ciertas maneras) o también, respecto a las monedas (disposición legal de precios de una moneda en términos de otra o bimetalismo). En todos los casos, esta intervención conduce a efectos desastrosos que al final pagamos todos. También los que a corto plazo se aprovechan de tales arbitrarias medidas.

Una de las principales virtudes del capitalismo es la continua búsqueda para resolver el problema económico por antonomasia: la escasez. En un mercado libre, los actores participantes se dedican a producir lo que se considera escaso, y venderlo al mayor número de consumidores demandantes. Con una fijación de precios máximos, obtenemos el efecto contrario.

Ante un precio más barato que de otro modo se hubiera establecido, los consumidores estarán más dispuestos a comprar el producto regulado. Pero al no corresponder a esa mayor demanda una mayor oferta, habrá consumidores que se queden sin el producto. Se produce una escasez impuesta, un desabastecimiento. O, en este caso, determinados apagones.

También cambia el proceso por el que los consumidores se hacen con los productos. En libertad, capitalismo, los productos eran adquiridos por los consumidores que más valoraban el bien. Sin embargo ahora, ante la congelación de precios el primero que llegue a la cola que inevitablemente se crea, o el más fuerte, o el que soborna a algún político para que le otorgue más parte en la cartilla de racionamiento… etc, es quien consigue su producto. La fijación de precios máximos destruye la soberanía que el consumidor tiene con el capitalismo. La estructura productiva ya no se organiza según su voluntad, sino a base de racionamiento y discrecionalidad. Los consumidores tienen dinero y lo quieren gastar en el producto ahora regulado. Pero no pueden porque el producto no esta disponible. Los deseos de los consumidores han sido recortados a consecuencia de la política económica.

No obstante, una vez más, ante tal predisposición puede que surja de nuevo (dependiendo de la gravedad del asunto) un mercado libre de dicho producto (que algunos califican como “negro”) para aliviar la situación. Y aun así, los empresarios todavía tendrían incentivos para producir otros bienes en el mercado formal porque los consumidores buscarán nuevos sustitutivos.

Otra consecuencia de este tipo de control de precios es la manera en que el productor responde ante las situaciones siempre cambiantes del mercado (de la demanda). Con el capitalismo, ante una mayor necesidad de un producto, la empresarialidad moviliza recursos escasos para crear bienes de capital y líneas productivas donde mejor retribuidas estén (marginalmente) según el fin que en cada momento resulte ser más apremiante satisfacer.

Con la congelación de precios, el panorama es bien distinto. La valoración que hacen las empresas reguladas de sus bienes de capital es peor que en libertad. Sin competencia no hay incentivos para una adecuado programa de amortización, para cambiar maquinaria obsoleta o para la investigación. La búsqueda de la eficiencia es un campo completamente vedado al capital privado bajo intervención –luego, no hay nada como crear otro buró que solucione el nuevo problema. (Un ejemplo de la búsqueda por la eficiencia y por la investigación es la reciente construcción de Dragados Offshore de una planta de extracción de gas con ciertas innovaciones destinadas al ahorro de energía y la menor contaminación.)

Olvidémonos, claro, de la construcción de nuevas plantas que producirían mayor energía. De maquinaria más eficiente y en definitiva, de la continua mejora en el suministro de la materia intervenida. Se hace insostenible la postura de los ecologistas.

Además, siguiendo con la estructura de capital, la producción de, en este caso, energía, se vería no sólo limitada en su campo, sino que también influiría en la producción de otros productos. Al producirse un proceso de selección por parte de los consumidores de bienes parecidos o sustitutivos, la producción se vería recolocada. Así, los factores complementarios no absolutamente especializados serían reclamados ahora por otros empresarios en la fabricación de esos otros bienes que como consecuencia de la regulación ahora son más rentables.

No obstante, estos nuevos productos son menos eficientes, porque de lo contrario ya estarían siendo demandados antes de la intervención y del consiguiente trasvase de recursos.

En resumen, ante el propósito político de ocupar el lugar del capitalismo, se fijan precios (máximos). Se desbarajusta la información que crean los empresarios. Consecuencia: restricciones, desabastecimiento, falta de inversión, disminución de la calidad, menor eficiencia productiva… disminución del nivel de vida de la población (por no haber suficiente producto y por no permitir la expansión de posibilidades de producir nuevos productos y nuevos proyectos inimaginados hasta el momento). El big bang social coordinado se manipula y se trastoca y la eficiencia dinámica se coarta.

Montilla, ante las consecuencias creadas por el intervencionismo y la regulación en el sector eléctrico puede sentenciar si el intervencionismo es coherente o contradictoria. Recordemos que se reguló para que se consumiera más, ser más fácil el acceso a la energía. ¿Qué se ha logrado? Que se tenga que racionar el consumo penalizando el sobre consumo o derroche (políticamente definido). He ahí la contradicción: penalizan algo que ellos han creado.

Y es que, como apuntábamos al principio del artículo siguiendo a von Mises: el intervencionismo engendra más intervencionismo. El estado se hace cada vez más presente. Y el ritmo en que la bola se hace más grande dependerá de la situación histórica de cada momento, así como las ansias hegemónicas del poder político y de la resistencia de los economistas que piensan que el capitalismo es el mejor sistema económico.

Adria Perez Marti
Adria Perez Marti
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4 comentarios

  1. Enhorabuena Adriá,
    otro austriaco en la blogosfera. Te seguimos con atención

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